lunes, 15 de septiembre de 2008

ESTIRPE LÍRICA: al trovador Rubén Darío (18/01/1867. Metapa(hoy Ciudad Darío)-- Nicaragua-06/02/1916)




Por: Rogger Avendaño Cárdenas.

En el ilusorio altar de poetas de talla mundial que admiro, el integérrimo canto rubendariano opaca mayúsculamente a muchos renombrados poetas, los cuales también aprisionaron mi admiración, pero en menor medida. Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío.

Sublime poesía que tejes majestuosas noches con tu melífero perfume ancestral, sublime poesía que te reocijas con el infinito oro de las pupilas musas, ¿quién puede engendrarte y arrullarte y cantarte tan diestramente si no es Rubén Darío?

Como un alquimista del verbo, venido de la Tierra de Oz, creó “La Pluma Filosofal” inyectadora de plasticidad y dinamicidad nuevas en las conjugaciones rítmicas y estróficas, sembrando así una elogiada originalidad muy imitada pero nunca igualada. Fue su cómplice el magnético poder de su palabra el que lo elevó a ser considerado principal fundador y representante del Modernismo, término de su autoría.

Su espíritu cosmopolita se nutrió no sólo de la culta Europa donde tanto viajó y dempeñó cargos burocráticos. Además de selectas intelectualidades personales (influencias: Paul Verlaine, por ejemplo), conocimientos geogáficos, filosóficos, históricos y otros de las culturas de Oriente y Occidente, su espíritu cosmopolita reverencia y profana, sobre todo, las mitologías existentes en la faz mundial. Destáquese la Grecolatina.

Es así como sus ingredientes, lo oriental lo occidental, lo humano y lo animal, lo mitológico y lo real, se conjugan en la fragua rubendariana donde de modo prodigioso se entremezclaron para armonizarse y adquirir un fulgor y modulación únicos.

Lo imagino escribiendo, versando… ¡embriagándose y embriagándome de poesía!
Fantaseo cómo el creador y su obra se dieron la mano del primer saludo en el mundo onírico.

Veo al noble pegaso blanco con su penacho amarillo aleteando en el azulado cielo, sacudiéndose y volando ante un Rubén Darío que sentado en una roca lo ve y le sonríe. El pegaso une su sonrisa a la del poeta. A escasos pasos del vate, un límpido lago es escenario del cisne que parece danzar onduladamente en la serena superfice lacustre. Se detiene. Ve al hombre. El cisne con timidez enarca su frágil cuello y observa en el espejismo del agua el reflejo del cielo y del pegaso volando El poeta comienza a escribir. A constuir su mundo. Y más allá, en un jardín cercano, se pueden vislumbrar primaverales flores que con ayuda del viento aromatizan todo el bosque encantado donde sucede el encuentro. El pegaso baja a olfatear las rosas y jazmines extendidos como alfombra en el jardín, luego se vuelve hacia el cisne y al poeta, el cual se les aproxima, primero dubitativamente, y luego los acaricia con la seguridad expresada en las pupilas de sus nuevos amigos. Después escribe la historia y no puede evitar mencinarlos en sus poemas, en sus sueños.



La famosa cópula creador-obra posee vinculaciones físicas y metafísicas que jamás de los jamases podrán desenredarse con plenitud. No basta una lupa y una biblioteca y críticos para comprender al 100% el cosmos subjetivo (o perfil psicológico) de una persona. Hace falta haber convivido con la persona, haber oído sus palabras o visto sus actitudes en vida. Hace falta la observación in situ. Más complicado es todavía el caso de Rubén Darío, quien peregrinó por doquier y conoció gente de distintas culturas. Sin embargo, sabidos son los casos en los cuales el creador suele naufragar en su obra, consumiéndose, marchitándose. Verbigracia: Franz Kafka y César Vallejo. Se legitima en los mencionados un dual lazo secular: No todo es color de rosa. La obra suele gemir, sollozar y padecer las convulsiones e inquietudes del autor. El dolor , entonces, se vuelve una hinchada veta por explorar explotar en el laberíntico mundo de la literarura. Es así cómo, regresando al caso del Poeta Niño, el alcohol lo había atenazado. Años más tarde, la cirrosis cerraría definitivamente sus ojos.

Ahora, conozcamos escogidos fragmentos de su obra en los cuales se detallará poéticamente la inefable calidad del artista. Apreciaremos esa iluminadora mixtura lírica capaz de insinuar las ambivalencias y polisemias que rociarían de perdurabilidad a su obra tantísimo tiempo.

A un poeta
(Rubén Darío. “POESÍA”. Editorial Planeta S.A. 1999. págs 26-27)

“Nada más triste que un titán que llora,
Hombre montaña encadenado a un lirio,
Que gime, fuerte, que pujante, implora,
Víctima propia en su fatal martirio.
(…)
“Bravo soldado con su casco de oro
Lance el dardo que quema y que desgarra:
Que embista rudo como embiste el toro,
Que clave firme, como el león, la garra.
(…)
“Que lo que diga la inspirada boca
Suene en el pueblo con palabra extraña;
Ruido de oleaje al azotar la roca,
Voz de caverna y soplo de montaña.

“Deje Sansón de Dalila el regazo:
Dalila engaña y corta los cabellos.
No pierda el fuerte el rayo de su brazo
Por ser esclavo de unos ojos bellos.”


La primera vez que lecturé ese libro no pude despegarme de él. Hasta llegué a llevarlo a las clases de la universidad – cosa que si algún profesor monologaba y aburría, yo me enfrascaba en leer -. Lo llevaba a la casa del compañero donde íbamos a hacer algún trabajillo grupal para x curso. Iba con el libro a los infaltables domingos en los cuales visitaba a mi madre. Nos soy un aspirante a ocupar un sitial en manicomios, pero he de reconocer el excesivo cuidado con el cual trataba a ese libro, de gruesa tapa negra con brillosas letras doradas (decía: “Rubén Darío. Poesía”, y más abajo “Biblioteca de Oro). Hasta hoy me aprisiona un intenso idilio literario con esa monumental obra.

El maestro Darío, especialista en poesía, así como el argentinísimo Maradona en el fútbol, es un 10 en poesía, y anota goles en cada verso nimbado por su estirpe lírica.

Su porfía perfeccionista en la forma, el ahínco por optimizar la utilización de las figuras literarias, la renovación y el enriquecimiento léxico vía neologismos y extranjerismos son notabilísimos en sus mágicas líneas.

Canción de Carnaval
(Del mismo libro antes citado. Pág. 47)
(…)
“Para volar más ligera,
Ponte dos hojas de rosa,
Como hace tu compañera
La mariposa
Y que en u boca risueña
Que se une al alegre coro,
Deje la abeja porteña
Su miel de oro.”


Exhibo aquí una perlita anecdótica imperdible para los fanáticos de la rubendariomanía.
Se casó con Rosario Murillo un 8 de marzo de 1893, aunque el romance data de 1882. Aparentemente el matrimonio fue algo forzado para él. Se rumorea que en 1886 ella le puso una linda cornamenta (según la cronología del mismo libro de donde extraje las citas poéticas). Pese a eso, tuvo un hijo con ella: Darío Darío, primogénito que pronto murió, sin escapar al mismo año de su nacimiento (1893). En un octubre parisino de 1907 nace otro hijo de Rubén Darío, pero esta vez cambió de vientre, de madre, la cual era Francisca Sáncez. Tiempo después, el poeta retorna a Nicaragua, y el Congreso, en su auxilio ,solidariamente, crea la “LEY DARÍO”, encargada de facilitar su divorcio con Rosario Murillo. Pero no se lleva a cabo el tan ansiado y publicitado divorcio, para tristeza del Congreso. Luego, en 1915, Rosario viaja a su encuentro y regresan a Nicaragua. Y aquí viene lo picante, la carnecita. Un año después del glorioso viaje, antes de morir, el 31 de enero declara en su testamento heredero universal a su hijo Rubén Darío Sánchez (o sea el hijo tenido con Francisca Sánchez). ¿Cómo es de extraña la vida, no?

No ahondo más. No soy un serísimo juez para juzgar.

Este artículo es una conato amical para invitarte, estimado lector, a leer a Rubén Darío.
-Y si ya lo leí –quizá digas.
Respondo.
-Reléelo.

Su influencia genuina, vanguardista, arquetípica y colosal, llena y rebasa el translúcido cáliz contenedor de la literatura de su época. Las venideras generaciones bebieron y beberán también de su omnisapiente influencia. Una influencia desde un “primer vistazo” distinta y encauzadora.

Recuerdo el día abrileño cuando di ese primer vistazo. Yo estudiaba secundaria. En las clases de literatura, Baudelaire, Camus y Sartre tenían adustos rostros de hielo, de incansables estudiosos. Rubén Darío, en cambio, lucía un bigotillo y sombrero pintorescos. Era la foto más campechana del libro. Inmediatamente se principió en el aula una identificación a favor del poeta. Nos parecía macanudo. Un compañero,tan emocionado y fanático, no encontró mejor recurso de manifestar su respeto y estupefacción que comprarse un sombrero tipo Rubén Darío, con el cual venía a todos los sabatinos talleres de oratoria de nuestra escuela bolognesiana. Otro, más entusiasta, e imberbe, se propuso emular algún día los bigotes rubendarianos. Hoy, pasados 7 años, sigue lampiño, y, para su mala suerte, lejos de imitar los ansiados bigotes.

La sutil contundencia verbal, la inagotada inspiración olímpica, el refinado balance del ritmo versal y la jovialidad lectural selladas en la obra del vate nicaragüense, lo coronaron como indiscutible alarife de la poesía (músico de los verbos, adjetivos, sustantivos, adverbios…) que las literaturas hispánica y universal urgían añadir en sus filas y en sus anales.

Como palomas
(Del mismo libro. Pág 302)

(…)
“Cuando anda, riega lirios; y cuando mira, estrellas.
¡Quién su sonrisa viera para morir después!...
¡Quién fuera un bello príncipe para seguir luego sus huellas!...
¡Quién fuera un dios amante para besar sus pies!...
Un pájao está triste por ella en la montaña,
Porque sintió el perfume de la fragante flor.
La vio el cielo una noche magnífica y extraña
Y un astro está por ella muriendo de amor. ”

Canción de otoño a la entrada del invierno
(Del mismo libro. Pág 353)

(...)
“ Como la amistad es abrigo
en la lucha de nuesto ser,
aún se gustar pan de esu trigo.
En su campo me fui a pacer
y a ser el “asno” del amigo…
¡Ya tengo miedo d querer!

Quise amar a un ángel sagrado
Y quise amar a Lucifer,
Por los dos fui traicionado;
Ninguno en mi alma pudo ver
Lo que hay de puro o condenado…
¡Ya tengo miedo de querer!”


Su afincado talento precoz, luego maduro vanguardismo, vislumbró y vislumbrará al buen lector, y yo, en mis recientes 4 años de lector diario, le dedico mi admiración vitalicia y este tacneño artículo al maestro Darío, que donde sea que esté debe disfrutar el seguir hilvanando versos de pegasos y cisnes.


PUBLICADO EN EL BOLETÍN DEL INC-TACNA

SIGNIFICADO DEL PERÚ DE HOY



El origen de la palabra Perú tiene tres conocidas vertientes:


1) “En 1522, nueve años después del hallazgo español del Mar del Sur u océano Pacífico, Don Pascual de Andagoya, hombre de nobles sentimientos nombrado por Pedrarias protector de los indios del istmo de Darién, atraído por los relatos que, desde tiempo atrás, se repetían en su vera, acerca de fabulosas riquezas en la costa meridional, salió rumbo a ella y llegó hasta muy cerca del golfo de San Miguel, sentando planta en el país del Birú o Pirú, donde se hallaban atesoradas las riquezas del cacique que Comadre hablara a Balboa.”, y “…Andagoya descubrió el río Birú y el país del mismo nombre, si bien, dentro de los límites geográficos posteriores, tal honor incumbió a Pizarro, en el año 1527”. (Luis Alberto Sánchez, “Historia General de América”, tomo 1, pág.195 )


De allí que antes de definirse plenamente el vocablo Perú pasó por variantes como Birú, Berú o Pirú. Este proceso formativo fue decidido por los españoles, quienes dieron tal denominación a esta tierra situada entre Ecuador y Chile. Ya se tenía la idea y avidez de ir a esta zona llena de oro y otros minerales que hicieron vibrar el ánimo ambicioso de coger los tesoros de dicha cultura que era una de las más grandes y desarrolladas del nuevo continente.


2) Otra variante es Virú (por la cultura Virú), que es el “valle de la cordillera Occidental de los Andes, en Perú (prov. De Trujillo), entre 500 A.C. y 350 D.C. Se desarrolló en él una cultura preincaica que se caracteriza sobre todo por su cerámica…”. (OCÉANO UNO, Diccionario Enciclopédico Ilustrado, edición 1990. )


3) En http://www.educar.org/ hallamos que “Perú deriva de una palabra quechua que significa abundancia, recordando la opulencia de las épocas del imperio incaico”.


Cristalizado el origen, etimología y cambios, arribamos a nuestra patria, a nuestro Perú. Y ya que rebuscamos en la historia, en el pasado, cabe preguntarnos qué significa hoy el Perú. “Hay golpes en la vida, tan fuertes…yo no sé”, diríamos como Vallejo ante sutil interrogante, mismo golpe, y muchos parafrasearíamos ello con cierta vacilación, quizá cavilando hasta el amanecer y perdiéndonos con la hiel de no hallar respuesta satisfactoria. Algunos se golpean cuando la selección de fútbol anota un gol, otros consumen cantidades industriales de ají, cebiche y pisco, empalagados por un falso amor a la patria, y aquellos se la pasan entre dimes y diretes contagiándose xenofobia o un conformismo ruin y deplorable. Pero la duda sigue ahí, impertérrita, sonriente, indomable. No hay, en este caso, una respuesta cien por ciento válida, nacional y dialécticamente hablando; pero, desde luego, se vislumbran alternativas gratas y que nos desembrollan esta añeja inquietud.


Diríamos que el Perú es un país como pocos en el mundo, sui géneris: es milenario por su Cuzco, por su Tahuantinsuyo; es multimillonario en riqueza natural, flora y fauna sin parangón; es la cuna de la mejor y más variada comida del mundo; es una jardín paradisíaco porque la belleza de sus mujeres, florcillas de vesta rojiblanca, nos da los primeros puestos en los Miss Mundo; es una mezcolanza de lenguas, de razas, cultural, demográfica, geográfica, etc.; con todo lo mencionado, y más aún, que en honor a la brevedad de este papel omitiremos, el Perú es como un inefable y gallardo joven, un hidalgo joven, quien aún sigue consolidando su identidad, lenta, de modo progresivo. También por ahí alguien dijo: “Dios es peruano”, ese libro fue escrito por Daniel Titinger. Buen libro, eh.

La peruanidad es un estado psico-físico. Principia en la mente, en tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz de haber nacido en esta hermosa tierra del sol, pasando por somos libres, seámoslo siempre, y perennizándose en el corazón nos extasía, palpitando, retumbando, relampagueando. Y esa chispa que nos induce a la autocrítica, muy sanamente, nos lleva a dilucidar nuestra situación actual. Todos. Desde el niño que tiene un gorrito gracioso hasta el ancianito que horas y horas mira el orbe desde su techo, su mundo; del lustrabotas o limpialunas hasta el presidente; la peruanidad es una simiente que nos es dada desde el nacimiento, desde el primer vistazo de luz que deslumbra los ojos. Y de uno mismo depende el cultivar, regar y revalorizar esta semillita peruana. Leyendo y estudiando nuestra historia, compartiendo lo poco que sepamos sobre el país, enseñando y aprendiendo que nuestras diferencias, que son bastantes, no nos hacen perros y gatos, puesto que podemos unirnos, ser un organismo que deje de padecer dolencias. Vale oro, vale un Perú.

“Y así, señores gobernantes y políticos del presente y del futuro, cada vez que se quiere poner en marcha una acción política, se puede escoger un modelo u otro, pero siempre hay que tomarle medidas a la realidad”. (Alfredo Bryce Echenique, “A Trancas y Barrancas”, pág. 133.)

¿Cómo reforzar la peruanidad? Considerando que cada región, cada departamento, clase social, sector, etc., tiene características, problemas y soluciones particulares; atendiéndolos y comprendiéndolos, tanto el gobierno, la población y los medios de comunicación, seremos poco a poco una sólida familia nacional.

AL CUENTISTA PERUANO MÁS ENTRAÑABLE




Termino de leer la última página de un libro y cojo un cigarrillo. Luego escribo un poco. Mientras lo hago, veo el humo salir de mi boca. Y no puedo evitar que de mi pensamiento se adueñe don Julio Ramón Ribeyro. Lo conocí gracias a sus cuentos y fotos. Los profesores solían mencionarlo mucho en clases. Él era un limeño pálido de cuya mano jamás parecían extinguirse los cigarros, así como su fecunda producción literaria.

Considerado como el mejor cuentista peruano, viajó por media Europa, y aún en esas latitudes continúo reflejándose en sus libros el alma peruana, los héroes y antihéroes urbanos, como sus alrededores y temáticas y reflexiones, las cuales barnizaron con precisión las frustraciones y soledades de una clase media que ansía la superación en todos sus aspectos.



La Palabra del Mudo, a la vez que antología de sus cuentos y voz de los que callan sus sufrimientos y ensoñaciones, es peruana por donde se la vea. Entre sus cuentos más célebres tenemos "Los gallinazos sin plumas" y "Silvio en el rosedal". En la palabra del mudo se repite el eterno retorno de la vida y sus sentires. Por ejemplo, en el relato “Tristes querellas en la vieja quinta”, uno de mis favoritos, don Memo y doña Pancha tienen una guerra de insultos puerta a puerta que amenazaba con volverse más larga que la muralla china. E impredeciblemente, llegan a apreciarse el uno al otro. Cuando ella muere, él hereda su loro. Y desde entonces la vuelve a insultar, pero por haberse ido. Por dejarlo solo. Esos saltos del odio al amor, salpicados de risibles, sucesos son lo que conmueve al lector. Tiene varios cuentos con los que uno puede deleitarse todas las tardes o momentos en que lea.



Por otro lado, sus novelas tienen un mérito que es válido mencionar. Si leen “Crónica de San Gabriel” verán cómo un extranjero se interrelaciona con una armoniosa e inarmoniosa convivencia –ambivalencia existencial- dada en un rinconcito de la sierra. Priman la ternura, lo impredecible y lo salvaje en sus líneas. En “Los Geniecillos Dominicales”, novela picaresca de refinado humor, cuenta cómo Ludo y otros personajes se internan desenfrenadamente en la selva de la vida. Se mezclan el alcohol, la lujuria, la amistad, el dolor, el hampa, los desengaños y otros ingredientes para darnos una exquisita novela.



En ambas novelas se manifiesta esa infinita lucha por la vida, por vencer esos avatares incontrolables, por la consolidación de amores y amistades un tanto dudosas, que todos experimentamos. Unas veces creemos conocerlo todo, y luego nos damos con sorpresas que nos dejan con las patas para arriba. Esos jueguitos situacionales son un manjar muy bien amasado por RIBEYRO. Te atrapa en la estructuración de sus hechos, detalles y explicaciones.


Hay un inevitable contraste, real, verificable, entre la realidad narrada por Ribeyro y la realidad nacional. Por eso, ya culminando este artículo, le dedico a don Julio este cigarrillo entre mis dedos y el placer con el que yo he de fumarlo.
(publicado en el Boletín del INC-TACNA)

domingo, 31 de agosto de 2008

UN DÍA DE SÁBANAS



Entre las intimidades
intocadas de tu cuerpo,
entre las blancas colinas de tu carne
cuyo perfume extasía,
aún allí reposará mi alma,
como un exhausto peregrino
que en hospicios halla calma,
hombre apátrida que bucea
en el mar de tus humedades,
con actitud de huérfano
que halló su soñado refugio.

Gemidos y ayes,
testigos de infinitos placeres,
raza orgásmicamente repentina,
coronan porfiados romances,
perfuman con su hechizo
las sábanas del dorado lecho.

Premian el preciso minuto
inseparable del beso divino y luengo,
abandonan los trajes del pudor,
entre intimidades desfloradas
y gritos anónimos.

Las estrellas y las bragas
cayeron lentas
esta noche.
Esta noche
que es la primera,
mas no la última.

ÁNGEL CLARA (POEMA)


Tu voz
de ángel risueña
endulza mis oídos y mi vida.
Tu blanca sonrisa
de princesa es el agua
bendita y diáfana
que corre por mis venas,
pintándolo todo
-recuerdos, sueños, poemas-
con tu bello rostro
en la inmensidad paradisíaca
de mis noches pasadas en ti,
clara, palomita mía.

Mi corazón
febril como ofrenda te entrego, ese hidalgo motor
símil a tierna manzana vibrante,
que supo asimilar dentro
la inefable dulzura y tersura
que tu enigmático ser cultiva.

Mi corazón es trovador sin mesura.
No lo eches nunca de tus campos.
No lo destierres de tus fincas domingueras
ni le quites su carnavalesca flauta de caña.

Si acaso el prurito de emperatriz
o el disgustillo circunstancial
-que habitan en todos, en ti y en mí-
exigen sumisión y alabanzas,
toma mi corazón y abofetéalo,
y si te place, muérdelo,
él resistirá todo,
pero jamás lo abandones,
clara mía,
porque comparto con él
un amarrado destino.

Más bien convídanos
tu blanca sonrisa de princesa.
Quítale sus eclipses a la vida.
Envuélvenos en el algodonado
capullo de tu abrazo.
Y si él o yo nos resistimos,
tal vez, no sé,
secuéstranos en la campestre madriguera
donde tu alma musicaliza,
recita y baila heráldicos himnos
bajo los árboles de primavera.

Llévame , clara mía…
seamos el trino coral de las noches.
¡Hagamos nuestra propia música!

mis recuerdos (poema)


Lo que me sucede
ya no me intriga…
se me hizo tan costumbre.

Recuerdos erráticos,
obnubilados y enrevesados
se deslizan como colmilludas ratas
en procesión tétrica
por el acaracolado
sendero de mi mente.

Mis recuerdos.
Noches son estrellas.
Poesías sin castálidas.
Planetas sin soles.
Océanos sin peces.
Cavernas sin tesoros.
Y niños en el parque llorosos.

Mis recuerdos,
son los sangrantes pétalos
heridos por la fatalidad
en mi irreverente
y bohémico andar.
Ya soy un andariego de polvo,
un polvo volátil y evanescente.
Careciente de recuerdos
que merezcan recordarse
sin un tropel de ácidas lágrimas
que mojen la tibieza de mi almohada.

síndrome Karol


Ella era mi Karol Rojas, mi niña castaña, mi musa dorada…Aún recuerdo, nostálgico y con cierta ambigüedad, su bellísima faz muy pegada a la mía cuando nos íbamos al cine, los domingos, a las seis y media, abrazados entre susurros que me brotaban de mi irreverente inspiración; mis propuestas pícaras y besitos salpicados en su frente, en su cuello, en su oreja, partes muy sensibles a mi contacto. Y yo, extasiado por mi Karol, aferrado a la sutileza del candor de su cuerpo, derramaba las palomitas de maíz o me manchaba el pantalón con la gaseosa. Pero mi Karol, tan dulce y linda como es ella, me decía “tontito” y me ayudaba a secarme, que soy “un travieso” y que me concentre en la película, y yo le aclaraba que mi película es ella y sólo ella, que lo demás no existe.

Con eso bastaba para que en mi cosmos subjetivo, como en una cinta cinematográfica, se proyectaran una a una las tantas veces que salí con ella, tratando en una infinidad de ocasiones el ganarme su confianza, y mal no me iba, pero si que me esforcé en esperarla media hora en cada cita, y a veces llovía a cántaros, y a veces menguaban mis esperanzas, como sufría entonces, quise enojarme con ella, fútil intento, pues mi niña castaña aparecía como una conquistadora estrella y me conquistaba. Y la lluvia paraba, o por lo menos para mí ya no era tan severa. Verla caminar bajo la lluvia, mover peculiarmente su anatomía plena y hechizarme con un “hola”, mientras se acomodaba su impermeable abrigo oscuro, eran exquisiteces que sólo una selvática tierna como ella podría tener. Era de Iquitos. En su “dejo” se notaba. Había venido a Tacna para concluir estudios de secundaria. Y qué preciosa lucía en su uniforme gris, toda una diva a la que yo le rendía culto de pies a cabeza, cuánto empezó a amarla mi autoritario e impetuoso corazón, ¡cuanto!

Acababa la película y salíamos rapidito, mismas liebres asustadas. Detestábamos eso de ir con la muchedumbre, el dar y recibir codazos, empujones e insultos que los brutos, muchachitos creídos o adultos iracundos, daban y daban como quien reparte volantes. Nos sentábamos en un espacio de la vereda a pocos metros de la enorme puerta del cine. Karol apoyaba su cabeza en mi pecho, formando así un binomio cariñoso. Yo dirigía mi mirada a todos lados, dispuesto a protegerla y a salvaguardar mi territorio: La amo.

Trato de declararle que la amo y que haría todo por su amor, pero tiemblo, indeciso, invadido por una repentina incertidumbre y me contento con seguir pensando que nos abrazamos. ¿Qué tonto, no? Debí hacerlo, pero no, ahí se irguieron mis malditas dudas: 1) Me amaba de verdad (lo cual era muy probable), 2) Únicamente soy uno más (aunque suene paradójico) ó 3) No pasamos de ser amigos cariñosos (y nada de compromisos que la podemos malograr).

Logro hilvanar las cositas que le diré. Argumentaré la inmensidad de mis sentimientos, difícil menester del enamorado: tratar de explicar el inefable amor que lo subyuga. Y cuando empezaba a alistarme para probar si mis frases salen bien, ella me coge del mentón y me besa apasionadamente. Entonces mi dubitativo brazo sepulta su duda y la rodea, la estrecha hacia mí, la caricia. Me pongo a cien y ahora el que besa más apasionadamente soy yo, contagiado de esa chispa amatoria, de esa doble fruición.

El calorcito de los empapados labios, el amparo de su aceptación, el anhelo que en millones de oportunidades protagonizó mis más antiguos sueños, mis más platónicas ideas…mi deseo, se cumplió.

De aquel día, de aquella noche, besé y me enamoré como nunca nadie besó o se enamoró. Tal vez Romeo y Julieta eran en eso una zapatilla, por decirlo. Los superamos en intensidad, según mis cálculos y los de ella. Eran besos largos, larguísimos, como quizá no imaginas. Y nos acostumbramos a vernos todos los días. La esperaba a la salida de su escuela, o sino ella me esperaba, dependiendo del caso, del calendario. A algunos de mis compañeros, aunque los muy hipócritas no me lo dijeron al principio, les gustaba muchísimo mi Karol, eso lo deduje al oírlos hablar a escondidas en el recreo, en la parte posterior del quiosco donde se vendían comestibles y golosinas para los chicos del colegio. Y sin mayor inconveniente lancé mi solemne anuncio mortal en plena clase, tras la ida del profesor de Física y Biología, que era gordo como un elefante.

- El que la moleste o le haga gestitos a mi Karol, se las verá conmigo. Le saco la “m” y lo cuelgo de los huevos, encima del asta de la bandera del patio central. ¡He dicho! –di un puñetazo en una carpeta que no tenía la culpa de mi furia y salí raudo del salón, debía de simular fortaleza, y como me dolió el golpe, no podía quedarme en el aula para sobarme la herida.
Al rato, sangra mi herida.

No había previsto el hecho de que los profesores y el auxiliar “Chichón del suelo” podrían impedir mi hazaña romántica. Pero la amenaza estaba lanzada, imposible darme atrás. Yo nunca tuve fama de pegalón o forajido, sino de tranquilito como los que recién se incorporan a una clase nueva que los mira inquisidoramente, dispuesta a aventarle con cuadernazos o con la cartuchera, sin prever daños, qué sé yo. Pero cuando me enfurezco nadie me para, misma borrasca marina. La fatal advertencia quedó grabada en mis compañeros. Algunos me hablaban más y otros menos. Allá ellos.

“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”, escribió Neruda. Aunque nuestra relación no iba como la de un cuento de hadas, es decir con sacrificios, muertitos, embrujos y toda esa parafernalia de los cuentos de hadas, sí iba en crecimiento consecutivo. Y como yo no contaba con la astucia vengativa y viperina de mis envidiosos seudocompañeros, ésta no demoró en salir a flote. Ahí se arruinó mi romance de romances.

Una maliciosa mentira camuflada con imágenes verdaderas, en las que yo era infiel, el más grandísimo infiel de todo el universo, me hizo caer grotescamente de las nubes de mis ilusiones y me fui de bruces cuando sentí la poderosa bofetada selvática de mi Karol desilusionada, dolida y decepcionada. Decepcionada de los hombres en general, según decía ella cuando me rechazó, una tarde nublada en que recibí como mortíferas punzadas sus palabras.

Y me había planteado no deshacerme en llanto, no sollozar como una plañidera que conoce de memoria las tumbas de los camposantos donde hay más dinero y demanda. Las lágrimas rompieron los diques de mi resistencia. A solas, prendí la televisión, y somnoliento, pugnando por no cerrar los ojos, tomando jugo de naranjas para no dormir, me interné en una ilusoria caverna en la que vi su rostro por todas partes, con sus expresiones en movimiento incesante, con su acento de selvática entusiasta, cuyo eco me entristecía más. De pronto, en la caverna, sus imágenes se trizaron, siendo tiznadas por una oscuridad que las derretía progresivamente. Y pude ver a mi Karol desilusionada ametrallándome con sus palabras de ofendida, de desilusionada. En verdad, ahora que lo analizo mejor, justifiqué su perplejidad, su ira, su bofetada. Pero yo no era tan taimado como mis felones compañeros. Ellos algún provecho sacarían de esta ruptura. Quizá la pretendían, quizá por fastidiarme a mí. Y desperté. Me di cuenta de que todos mis poros se anegaban en sudor, y cogí una toalla para secarme. Apagué la televisión, que con sus filmes trágicos sobrealimentaba mi melancolía. Intenté distraerme de otro modo y prendí la radio, y no sé porqué azares del destino el dial estaba situado en la frecuencia de Ritmo Romántica. O sea que las baladitas inflaron más mi angustia, me puse cachetón de incomodidad, y razón no faltaba, desenchufé violento la radio, como tratando de segarle la vida. No era hora de baladas.

Tiritando, suspirando,
Quise decirte lo que nunca te dije,
lo que tus tímidos besos y los míos callaron
aquellas tibias noches en el cine, en el parque…
Quise anillarme a ti,
a ti solamente quise anillarme.
Hacerle caso al melancólico recuerdo que aletea
entre tu pequeña boca de agua
y mi boca de ti sedienta.

Al día siguiente, un leal compañero de la escuela preguntó por mí, y la empleada, que era muy amiga mía y que como cocinaba muy rico me empezaba a enseñar recetas y tips de cocina, lo que me plantó una semilla de chef, me puso al tanto de la visita de Luis Porfirio, mi leal compañero, cuyo nombre siempre me daba cierta risita, pero ahora no. Karol secuestró mi risa. Voy. Le invito a pasar a la sala y siéntate, ponte cómodo, ¿quisieras alguna bebida? Conversamos. Al poco rato, como atardecía, Rosita, empleada del hogar y amiga, nos sirvió riquísimos “rocotos rellenos”. “Con el toque arequipeño”, afirmaba ella, con su mandil púrpura y bandeja rutilante en mano. Pero ni Luis Porfirio ni Rosita ni el rocoto relleno me dieron un soplo de ánimo suficiente como para libertarme de este naufragio. Me hundí lo más que pude en el sofá, con las debidas disculpas que pedí a Luis Porfirio.

Mi tía insiste e insiste, qué le puedo hacer. No me deja más opción que acatar ante su insistencia.
-Tienes que ir a tus clases de kárate, Royercito. ¿No esperarás que pague un dineral y que tú te des el lujo de inasistir?

Mi tía tiene esa peregrina facultad de estar un rato muy detallista con uno, y súbitamente se convierte en un ogro dispuesto a molerte si no le haces caso. En fin, su camaleónica conducta ya me es tan común. Me enlazo la toalla, saco el jabón, el shampoo y voy a ducharme, y el ogro sigue con sus locuaces ordenanzas. Voy al guardarropa y me cambio, y el ogro sigue grita que grita. Agarro mi bicicleta y, tras salir del pórtico como una bala, el ogro se apacigua y cambia su semblante, volviéndose serenísima, y me dice que me vaya bien en mis prácticas y que sea el mejorcito.

Pedaleo y pedaleo, y un raro instinto me obliga a mirar a todos lados. Y en las calles llenas de gente que vive su propia vida y hace sus propias cosas, ajenas a mí, noto que cada chica parece tener el rostro de mi Karol. Las observo una por una y compruebo que padezco el síndrome del amor extrañado, ése que te hace creer que todas las personas vistas en la calle, sea a pie, en carro, en tiendas comerciales o hasta en fotos publicitarias, son el ser extrañado, el ser tan amado, ése que te dejó cautivo en una aislada torre de fantasía que te confunde desmesuradamente con sus vívidas remembranzas. Ese jueguito que el inefable Cupido insertó en tus sentidos. Así me pasé el trayecto de casa al dojo, donde el maestro cinturón negro, del cual jamás recordaba su nombre por ser de ancestral dinastía china impronunciable para mí, me recibe con una habitual inclinación china, reverencia o saludo, le decíamos, y los demás discípulos de kárate le hacíamos lo mismo. Antes, este gesto me daba gracia, pero hoy no, Karol se fue con muchas cosas mías, una casaca de cuero y 30 nuevos soles que le presté, incluido mi buen humor ante el saludo chino. El maestro hace sonar el gong y formamos un círculo en torno a él, prestos para oír sus sabias recomendaciones. Nuevos ejercicios y técnicas de defensa personal. Nos hace correr alrededor de la sala de entrenamiento y ordena:

-¡A saltar!... ¡A correr!¡Vamos diez vueltitas más!... Muy bien, hoy han venido con las pilas puestas y a mil por hora…y ahora, ¡a hacer todas las lagartijas que su cuerpo pueda!...vamos, fuerza, energía…

Luego reza como rapado monje tibetano: Ohmmmm. Ohmmmmm

Éramos veinte discípulos. En grupos de cinco empezamos la “kata” y después los golpes con los puños: el directo, el gancho, el cruzado; y luego las piernas: la barrida, la patada navaja, la patada látigo. Cuando el profesor da puños o patadas el viento resuena y nos quedamos boquiabiertos ante su hercúleo físico. El maestro se me acerca y me repite el ancestral y clásico precepto que dice: “mente sana en cuerpo sano”. Me pregunta si me siento bien, y pongo cara de idiota que intenta ocultar su idiotismo. Sé que un buen karateca no debe mentir ni fingir. Pero mis problemas emocionales me habían superado con holgura. Mentí.

-No es nada, profe, un lapsus, nada en verdad, serio, profe.

Y él, que menudamente dice que soy uno de los dos mejores del dojo y que debo representar el honor del dojo en el próximo Torneo de Kárate Juvenil que se desarrollará en Tacna, él, me apoya y prosigue el adiestramiento como si nada. Esto me reconforta.

-Eso es suficiente por hoy, muchachos –concluye la clase el profe-. Eh, Royer, ¿podemos charlar? Un ratito nomás…

Y le cuento lo de mi Karol, como buen karateca, digo la verdad.

- “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”, profe, eso decía Neruda. Y esa frase a mi caso le viene como anillo al dedo.

-Ya pasará, ya vendrán mejores tiempos -dice el profesor. Y concluye con su predecible tesis-: “Mente sana en cuerpo sano, muchacho”.

Definitivamente la ausencia de Karol me tiene como un zombi: ni muerto ni vivo. Unas veces me siento caer en una ilusoria catarata turbia; otras, peores, lanzándome de un rascacielos y no tener paracaídas que me auxilie. ¡Oh, Karol! Tu recuerdo me mata. Y desfallezco más aún por las veces en que te busqué y no te encontré, no, mejor dicho, te ocultabas de mí.

Y en una ocasión en que regresé del dojo, rumbo a casa, con la bicicleta y con la predecible tesis del maestro repetida mentalmente por mí mismo al pedalear, tantas vences, tras ingresar a mi domicilio y oír más tips de gastronomía que muy locuazmente me decía Rosita; luego de ver a mi tía jato-loco( es decir, dormida) con el cubrecamas por el piso y con una atrevida mosca en pleno aterrizaje hacia la boca de mi tía, iba lento, y calcula, calcula, aterriza, y para colmo mi tía ni cuenta se da, sigue dormidota. La mosquita pasea y se refriega las patitas delanteras. La televisión está encendida y con berrinches impasibles de una telenovela (tele-llorona) mexicana a flor de pantalla. Fui a mi cuartito y escuché unos inoportunos versos de la canción “Castillo Azul”, de Ricardo Montaner. Era la radio de mi vecina del costado, la Gordilla, que tiene la manía de subir el volumen al máximo y al diablo con el vecindario, la que recitaba:

“Porque el amor calienta al sol,
al frío del piso,
al hielo del polo sur…”.

Sería absurdo decirle a mi vecina que estoy con el síndrome del amor extrañado y que aunque me gustó desde antes esa canción, no debo oír cosas como esa canción, y que hágame el favor de apagar el aparatito o cambiar de frecuencia. No, qué va, porque ella diría:

-Y a mí qué me importa su síndrome de no sé qué, enfermo loco.

Es que mi vecina sólo es un “pan de dios” cuando pide autógrafos o fotitos posadas a sus cantantes favoritos. Sólo es benevolente con sus estrellas favoritas de la balada. Y como yo no soy cantante famoso ni tengo ningún Grammy Latino, es fijo que me manda a la “m”. ¿Cómo es, no? A veces parece que todo el mundo lo acorrala a uno. Hasta mi tía vino a preguntarme porqué ya no viene Karol a verme, porqué ya no salgo con ella paseándome por medio mundo, en cada ocasión que sea fecha de celebración, todo es motivo, ¿no? Y Rosita, que tiene tres añitos más que yo, o sea 19,y por ello se jacta de tener más experiencia que yo, sobre todo en casos del bobo, que ella tuvo muchos pretendientes y que su experiencia amatoria me serviría de algo, ¡seguro pues, Royer! Rosita deja de lado, por un momento, la gastronomía y se vuelve en mi terapeuta personal, sentada en una silla alta. Y yo, más hundido que nunca en el sofá de la sala. Ese sofá de terciopelo rojo al que tanto cariño le tomé. Luego en mi adultez terminaría, como hoy en día, ahogando mis penas sobre él. Como un temeroso bebé que luego de ver al cuco se refugia en los cálidos brazos de su madre.

- Muy grave tu síndrome de amor extrañado- me dice.

- Síndrome Karol –la corrijo.
Me recomienda practicar yoga y que lea libritos de autoayuda. “Osho, a ése tipo debes leer”, me dijo.

En el colegio, Luis Porfirio vino hacia mi carpeta, que desde que Karol me dio esa histórica cachetada de amazona herida yo había desplazado hasta un rincón del salón, donde nadie pudiera ver al taciturno viudo escolar en que yo me transformé. Me dijo que Karol estaba enterada de mi catastrófica situación y que ella, tan dulce y bella como es, con su hechizante sonrisa, le entregó un recado íntimo, personalísimo. Una información ultrasecreta.

-Royer: Karol quiere verte y hablar contigo hoy mismo, a las ocho de la noche, y…hummm… dijo que te esperaría en el “nidito de amor” que ya tú sabes…y…oye, ¿dónde queda ese nidito, galán?

Eso me llenó de júbilo.

Karol, aunque un poco lejana está de mí tu luz,
tu blanca sonrisa de princesa
es el agua bendita que corre por mis venas,
pintándolo todo con tus diáfanas manos
-recuerdos, sueños, cuentos, poemas-
con tu bello rostro
en la inmensidad paradisíaca
de mis mil noches pasadas en ti, dulce mía,
palomita mía que pareces venir a mi palomar
para recuperar ese atesorado tiempo
que los lupinos engaños nos robaron una vez,
dentro de la vereda tejida
bajo el choque de nuestros ojos.

Le agradecí la noticia. Literalmente me hizo mucho bien. Pero mantuve el misterio del “nidito”. Pienso en Karol, en las docenas de cartas que le envié, en lo que querrá decirme. Si me perdona, me saqué la lotería; si me rechaza, ¿por cuánto tiempo más sufriré el síndrome Karol? Pero eso de “nidito de amor” exclusivamente lo sabemos los dos, y es más, ese término me transmite un buen presagio. Reposando en mi sofá, espero ansioso a que anochezca.

desamor de verano.


Entonces decidí arrojar sus viejas cartas de amor en la crepitante fogata. Las vi caer como palomas muertas al fuego, chamuscarse y ser arrastradas por el viento como si fuesen un oscuro enjambre de abejas que se va con mis más bellos recuerdos para jamás volver.

Y una gélida ola marina moría bañando mis pies, barriendo hasta los más nimios momentos que viví con Yudith, y con la rugiente ola resucitaban y volvían a trizarse y a morir mis amoríos con ella, esa mujer que tanto me quiso y a quien tanto quise, esa mujer que ya no estaba en noches como esta apegada a mi pecho, sino al de otros.

Ahora que sus blancas manos no tocan más las mías, que su encantadora sonrisa no me pertenece, se intensifica mi nostalgia al volver a fantasear sus besos y sus caricias. Antes, Yudith era infaltable cuando el fervor pasional me susurraba al oído cuánto es que la extrañaba, cuánto la necesitaba y que vaya a buscarla a su hogar, a pesar de que a su padre nunca le caí tan bien como hubiese querido.

Mi suegro era barbudo, sus ojos pardos y redondos, con incipiente calvicie, de contextura montaraz y voz acartonada. Para él, yo fui el ogro malo que transformó negativamente la vida de su puritana engreída; cuando en verdad ella cambió ni bien puso un pie en la Universidad. O sea la culpa no era de mi autoría. Y por lo tanto era innecesaria la denuncia judicial con la cual mi suegro me amenazaba si es que yo tocase más de lo debido en su engreída, aquellas sacrificadas noches, cuando yo la visitaba con un ramillete de rosas en la mano, o una cajita de bombones rellenos con distintos sabores. Con mi cara de tontuelo soportaba la excesiva rabieta estampada en el rostro de mi suegro, quien, luego de mi llegada, llamaba con voz fúnebre a Yudith. A ella todo lo que yo le llevaba le era muy bonito, me abrazaba abrazadoramente, para que después compare yo, frente a las llamas, en la playa, esta noche, lo histriónica que conmigo fue.

Sé, y con dolor lo digo, que Yudith acostumbraba a canjear citas nocturnas con sus compañeros (varones todos los interesados) a cambio de ayudaditas en algún curso. Con las malas notas que obtuvo, ya imaginarán cuántos canjes hizo, incluyendo abracitos, bailes sensualones y otros irrechazables ofrecimientos perentorios para los excitados galanes que eran sus compañeros. Todo esto lo supe una vez consumados los hechos. Y recién comprendí porqué mis amigos me decían que desde hace un mes luzco una magna cornamenta.

La vi varias veces, con varios de sus compañeros (época donde descubrí tardíamente mis dotes de espía). Le tocaban las curvas anteriormente tocadas por mí. Yo la miraba, a veces en la calle aferrada a un sujeto poco agraciado, y mi varonil orgullo reprimía las ganas de saludarla, de acercarme y exigirle explicaciones, de meterle patadones a esos condenados bichejos de sus compañeros. Pero un día me acerqué, ella se ruborizó y miró el suelo para evitar que nuestros ojos se encuentren.

Hubo un tiempo en el cual saqué provecho de mis vacaciones universitarias y al buscar trabajo en los anuncios de los periódicos, me volví cuartelero de un hotel céntrico. Maldita sea, no por el mísero sueldo que recibí, no por el molimiento extenuante de los turnos de madrugada, maldita sea porque una vez la vi con un flaco haraposo, que mientras la cubría con sus esmirriados brazos, me pedía un cuarto. Un CU-AR-TO.

-¿Tienes preservativos a la venta?-me dijo el espantapájaros ese con lentes de nerds. La abrazaba, y la otra, sintiendo una aguijoneante vergüenza, rojísima como una fresa, con la cabeza gacha, le exigía hablar en privado.
Se fueron, menos mal, pues las venas me latían torrencialmente en la frente. A punto de estallar. Ese taurino golpe psicológico me sumió en una desesperante cavilación.

Comenzó a dolerme el interior del pecho. El malestar me dominaba. Sin meditar las consecuencias, cerré muy molesto el hostal, desacato que ameritó mi despido y un huracán de gritos de parte de mi jefe, un cojo cuya muleta le servía para amenazar a quienes le diesen problemas. Me amenazaban él y sus muletas oxidadas. Me increpó de modo feroz, lupino, desdeñoso por mi desacato. Tuve ganas de molerlo a golpes, mas me contuve, y, para apaciguarme, conté hasta diez: 1,2,3,4…

En casa, le conté a mi primo toda la enredadera asfixiante que parasitaba en mi mente. Sugirió embriagarnos hasta más no poder, cosa que así mi viril orgullo enterraría este desamor en el pulcro sepulcro del olvido, paraje donde la mudez logra zaherir a los dolosos acontecimientos pretéritos. Donde todo es teñido por la muerte. Pero mi locuaz primo se equivocó, el licor no sirvió. Mi alma seguía necesitándola, amándola, odiándola, amándola otra vez. Alternando en esos tres sentires. Mi rabia se intensificaba. Continuaban aquejándome las espinosas cadenas de la a veces desalmada existencia.

Eso fue hace mucho. Y en esta constelada noche de verano, sigo espectando las azuladas aguas, el azulado cielo, las chispeantes estrellas que hacen guiños al mundo, oigo el consuelo que intentan alcanzarme los rugosos riscos…recuerdo. Ayer, viernes, la encontré medio marchita.
La vi caminando sin compañía, la brisa jugaba en sus cabellos, solitaria, iba en uno de los jardines universitarios, en el campus, como sin rumbo, como extraviada, ida, no pude evitar saludarla. Fui a su encuentro.

-Pareces el mismo de siempre. No cambiaste. El tiempo no pasa en ti desde hace 5 años, cuando nos conocimos –me decía, casi desganadamente.

Estuvimos sentados en la acera, bajo la sombra de frondosos eucaliptos. Noté en su rostro las cicatrices producidas por las decepciones. La noté vencida, afligida, dubitativa. Cayó una hoja seca sobre sus cabellos. Quise retirarla, pero no lo hice.

-No, yo no cambié –agregué en voz queda, solapando mi lejanía, mi emoción, mi desconexión en lo que a ella concierne.

Por la proximidad dada entre nuestras facultades, aunque no quiera, la veo de modo casual por lo menos una vez a la semana. Nos saludamos de forma acrimoniosa. Entendemos que nuestra herida nunca sanará.
Temo temer frecuentarla, temo que renazca en mí ese suicida afán de quererla, de atizar reminiscencias que un severo Pasado, malquisto con los dos, sepultó. “El amor fue eterno mientras duró, pero no hay durabilidad eterna”, me había aconsejado mi abuela, un día domingo en que fui a visitarla a su casa de campo, tras oír muy atenta mi tristísima historia.
Razones no faltan para que mi triste alma y mi solitario cuerpo sigan consumiéndose con el crepitar de mi fogata, la cual lentamente se va apagando, la cual me salvará de este tormento, de esa mujer.