domingo, 31 de agosto de 2008

síndrome Karol


Ella era mi Karol Rojas, mi niña castaña, mi musa dorada…Aún recuerdo, nostálgico y con cierta ambigüedad, su bellísima faz muy pegada a la mía cuando nos íbamos al cine, los domingos, a las seis y media, abrazados entre susurros que me brotaban de mi irreverente inspiración; mis propuestas pícaras y besitos salpicados en su frente, en su cuello, en su oreja, partes muy sensibles a mi contacto. Y yo, extasiado por mi Karol, aferrado a la sutileza del candor de su cuerpo, derramaba las palomitas de maíz o me manchaba el pantalón con la gaseosa. Pero mi Karol, tan dulce y linda como es ella, me decía “tontito” y me ayudaba a secarme, que soy “un travieso” y que me concentre en la película, y yo le aclaraba que mi película es ella y sólo ella, que lo demás no existe.

Con eso bastaba para que en mi cosmos subjetivo, como en una cinta cinematográfica, se proyectaran una a una las tantas veces que salí con ella, tratando en una infinidad de ocasiones el ganarme su confianza, y mal no me iba, pero si que me esforcé en esperarla media hora en cada cita, y a veces llovía a cántaros, y a veces menguaban mis esperanzas, como sufría entonces, quise enojarme con ella, fútil intento, pues mi niña castaña aparecía como una conquistadora estrella y me conquistaba. Y la lluvia paraba, o por lo menos para mí ya no era tan severa. Verla caminar bajo la lluvia, mover peculiarmente su anatomía plena y hechizarme con un “hola”, mientras se acomodaba su impermeable abrigo oscuro, eran exquisiteces que sólo una selvática tierna como ella podría tener. Era de Iquitos. En su “dejo” se notaba. Había venido a Tacna para concluir estudios de secundaria. Y qué preciosa lucía en su uniforme gris, toda una diva a la que yo le rendía culto de pies a cabeza, cuánto empezó a amarla mi autoritario e impetuoso corazón, ¡cuanto!

Acababa la película y salíamos rapidito, mismas liebres asustadas. Detestábamos eso de ir con la muchedumbre, el dar y recibir codazos, empujones e insultos que los brutos, muchachitos creídos o adultos iracundos, daban y daban como quien reparte volantes. Nos sentábamos en un espacio de la vereda a pocos metros de la enorme puerta del cine. Karol apoyaba su cabeza en mi pecho, formando así un binomio cariñoso. Yo dirigía mi mirada a todos lados, dispuesto a protegerla y a salvaguardar mi territorio: La amo.

Trato de declararle que la amo y que haría todo por su amor, pero tiemblo, indeciso, invadido por una repentina incertidumbre y me contento con seguir pensando que nos abrazamos. ¿Qué tonto, no? Debí hacerlo, pero no, ahí se irguieron mis malditas dudas: 1) Me amaba de verdad (lo cual era muy probable), 2) Únicamente soy uno más (aunque suene paradójico) ó 3) No pasamos de ser amigos cariñosos (y nada de compromisos que la podemos malograr).

Logro hilvanar las cositas que le diré. Argumentaré la inmensidad de mis sentimientos, difícil menester del enamorado: tratar de explicar el inefable amor que lo subyuga. Y cuando empezaba a alistarme para probar si mis frases salen bien, ella me coge del mentón y me besa apasionadamente. Entonces mi dubitativo brazo sepulta su duda y la rodea, la estrecha hacia mí, la caricia. Me pongo a cien y ahora el que besa más apasionadamente soy yo, contagiado de esa chispa amatoria, de esa doble fruición.

El calorcito de los empapados labios, el amparo de su aceptación, el anhelo que en millones de oportunidades protagonizó mis más antiguos sueños, mis más platónicas ideas…mi deseo, se cumplió.

De aquel día, de aquella noche, besé y me enamoré como nunca nadie besó o se enamoró. Tal vez Romeo y Julieta eran en eso una zapatilla, por decirlo. Los superamos en intensidad, según mis cálculos y los de ella. Eran besos largos, larguísimos, como quizá no imaginas. Y nos acostumbramos a vernos todos los días. La esperaba a la salida de su escuela, o sino ella me esperaba, dependiendo del caso, del calendario. A algunos de mis compañeros, aunque los muy hipócritas no me lo dijeron al principio, les gustaba muchísimo mi Karol, eso lo deduje al oírlos hablar a escondidas en el recreo, en la parte posterior del quiosco donde se vendían comestibles y golosinas para los chicos del colegio. Y sin mayor inconveniente lancé mi solemne anuncio mortal en plena clase, tras la ida del profesor de Física y Biología, que era gordo como un elefante.

- El que la moleste o le haga gestitos a mi Karol, se las verá conmigo. Le saco la “m” y lo cuelgo de los huevos, encima del asta de la bandera del patio central. ¡He dicho! –di un puñetazo en una carpeta que no tenía la culpa de mi furia y salí raudo del salón, debía de simular fortaleza, y como me dolió el golpe, no podía quedarme en el aula para sobarme la herida.
Al rato, sangra mi herida.

No había previsto el hecho de que los profesores y el auxiliar “Chichón del suelo” podrían impedir mi hazaña romántica. Pero la amenaza estaba lanzada, imposible darme atrás. Yo nunca tuve fama de pegalón o forajido, sino de tranquilito como los que recién se incorporan a una clase nueva que los mira inquisidoramente, dispuesta a aventarle con cuadernazos o con la cartuchera, sin prever daños, qué sé yo. Pero cuando me enfurezco nadie me para, misma borrasca marina. La fatal advertencia quedó grabada en mis compañeros. Algunos me hablaban más y otros menos. Allá ellos.

“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”, escribió Neruda. Aunque nuestra relación no iba como la de un cuento de hadas, es decir con sacrificios, muertitos, embrujos y toda esa parafernalia de los cuentos de hadas, sí iba en crecimiento consecutivo. Y como yo no contaba con la astucia vengativa y viperina de mis envidiosos seudocompañeros, ésta no demoró en salir a flote. Ahí se arruinó mi romance de romances.

Una maliciosa mentira camuflada con imágenes verdaderas, en las que yo era infiel, el más grandísimo infiel de todo el universo, me hizo caer grotescamente de las nubes de mis ilusiones y me fui de bruces cuando sentí la poderosa bofetada selvática de mi Karol desilusionada, dolida y decepcionada. Decepcionada de los hombres en general, según decía ella cuando me rechazó, una tarde nublada en que recibí como mortíferas punzadas sus palabras.

Y me había planteado no deshacerme en llanto, no sollozar como una plañidera que conoce de memoria las tumbas de los camposantos donde hay más dinero y demanda. Las lágrimas rompieron los diques de mi resistencia. A solas, prendí la televisión, y somnoliento, pugnando por no cerrar los ojos, tomando jugo de naranjas para no dormir, me interné en una ilusoria caverna en la que vi su rostro por todas partes, con sus expresiones en movimiento incesante, con su acento de selvática entusiasta, cuyo eco me entristecía más. De pronto, en la caverna, sus imágenes se trizaron, siendo tiznadas por una oscuridad que las derretía progresivamente. Y pude ver a mi Karol desilusionada ametrallándome con sus palabras de ofendida, de desilusionada. En verdad, ahora que lo analizo mejor, justifiqué su perplejidad, su ira, su bofetada. Pero yo no era tan taimado como mis felones compañeros. Ellos algún provecho sacarían de esta ruptura. Quizá la pretendían, quizá por fastidiarme a mí. Y desperté. Me di cuenta de que todos mis poros se anegaban en sudor, y cogí una toalla para secarme. Apagué la televisión, que con sus filmes trágicos sobrealimentaba mi melancolía. Intenté distraerme de otro modo y prendí la radio, y no sé porqué azares del destino el dial estaba situado en la frecuencia de Ritmo Romántica. O sea que las baladitas inflaron más mi angustia, me puse cachetón de incomodidad, y razón no faltaba, desenchufé violento la radio, como tratando de segarle la vida. No era hora de baladas.

Tiritando, suspirando,
Quise decirte lo que nunca te dije,
lo que tus tímidos besos y los míos callaron
aquellas tibias noches en el cine, en el parque…
Quise anillarme a ti,
a ti solamente quise anillarme.
Hacerle caso al melancólico recuerdo que aletea
entre tu pequeña boca de agua
y mi boca de ti sedienta.

Al día siguiente, un leal compañero de la escuela preguntó por mí, y la empleada, que era muy amiga mía y que como cocinaba muy rico me empezaba a enseñar recetas y tips de cocina, lo que me plantó una semilla de chef, me puso al tanto de la visita de Luis Porfirio, mi leal compañero, cuyo nombre siempre me daba cierta risita, pero ahora no. Karol secuestró mi risa. Voy. Le invito a pasar a la sala y siéntate, ponte cómodo, ¿quisieras alguna bebida? Conversamos. Al poco rato, como atardecía, Rosita, empleada del hogar y amiga, nos sirvió riquísimos “rocotos rellenos”. “Con el toque arequipeño”, afirmaba ella, con su mandil púrpura y bandeja rutilante en mano. Pero ni Luis Porfirio ni Rosita ni el rocoto relleno me dieron un soplo de ánimo suficiente como para libertarme de este naufragio. Me hundí lo más que pude en el sofá, con las debidas disculpas que pedí a Luis Porfirio.

Mi tía insiste e insiste, qué le puedo hacer. No me deja más opción que acatar ante su insistencia.
-Tienes que ir a tus clases de kárate, Royercito. ¿No esperarás que pague un dineral y que tú te des el lujo de inasistir?

Mi tía tiene esa peregrina facultad de estar un rato muy detallista con uno, y súbitamente se convierte en un ogro dispuesto a molerte si no le haces caso. En fin, su camaleónica conducta ya me es tan común. Me enlazo la toalla, saco el jabón, el shampoo y voy a ducharme, y el ogro sigue con sus locuaces ordenanzas. Voy al guardarropa y me cambio, y el ogro sigue grita que grita. Agarro mi bicicleta y, tras salir del pórtico como una bala, el ogro se apacigua y cambia su semblante, volviéndose serenísima, y me dice que me vaya bien en mis prácticas y que sea el mejorcito.

Pedaleo y pedaleo, y un raro instinto me obliga a mirar a todos lados. Y en las calles llenas de gente que vive su propia vida y hace sus propias cosas, ajenas a mí, noto que cada chica parece tener el rostro de mi Karol. Las observo una por una y compruebo que padezco el síndrome del amor extrañado, ése que te hace creer que todas las personas vistas en la calle, sea a pie, en carro, en tiendas comerciales o hasta en fotos publicitarias, son el ser extrañado, el ser tan amado, ése que te dejó cautivo en una aislada torre de fantasía que te confunde desmesuradamente con sus vívidas remembranzas. Ese jueguito que el inefable Cupido insertó en tus sentidos. Así me pasé el trayecto de casa al dojo, donde el maestro cinturón negro, del cual jamás recordaba su nombre por ser de ancestral dinastía china impronunciable para mí, me recibe con una habitual inclinación china, reverencia o saludo, le decíamos, y los demás discípulos de kárate le hacíamos lo mismo. Antes, este gesto me daba gracia, pero hoy no, Karol se fue con muchas cosas mías, una casaca de cuero y 30 nuevos soles que le presté, incluido mi buen humor ante el saludo chino. El maestro hace sonar el gong y formamos un círculo en torno a él, prestos para oír sus sabias recomendaciones. Nuevos ejercicios y técnicas de defensa personal. Nos hace correr alrededor de la sala de entrenamiento y ordena:

-¡A saltar!... ¡A correr!¡Vamos diez vueltitas más!... Muy bien, hoy han venido con las pilas puestas y a mil por hora…y ahora, ¡a hacer todas las lagartijas que su cuerpo pueda!...vamos, fuerza, energía…

Luego reza como rapado monje tibetano: Ohmmmm. Ohmmmmm

Éramos veinte discípulos. En grupos de cinco empezamos la “kata” y después los golpes con los puños: el directo, el gancho, el cruzado; y luego las piernas: la barrida, la patada navaja, la patada látigo. Cuando el profesor da puños o patadas el viento resuena y nos quedamos boquiabiertos ante su hercúleo físico. El maestro se me acerca y me repite el ancestral y clásico precepto que dice: “mente sana en cuerpo sano”. Me pregunta si me siento bien, y pongo cara de idiota que intenta ocultar su idiotismo. Sé que un buen karateca no debe mentir ni fingir. Pero mis problemas emocionales me habían superado con holgura. Mentí.

-No es nada, profe, un lapsus, nada en verdad, serio, profe.

Y él, que menudamente dice que soy uno de los dos mejores del dojo y que debo representar el honor del dojo en el próximo Torneo de Kárate Juvenil que se desarrollará en Tacna, él, me apoya y prosigue el adiestramiento como si nada. Esto me reconforta.

-Eso es suficiente por hoy, muchachos –concluye la clase el profe-. Eh, Royer, ¿podemos charlar? Un ratito nomás…

Y le cuento lo de mi Karol, como buen karateca, digo la verdad.

- “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”, profe, eso decía Neruda. Y esa frase a mi caso le viene como anillo al dedo.

-Ya pasará, ya vendrán mejores tiempos -dice el profesor. Y concluye con su predecible tesis-: “Mente sana en cuerpo sano, muchacho”.

Definitivamente la ausencia de Karol me tiene como un zombi: ni muerto ni vivo. Unas veces me siento caer en una ilusoria catarata turbia; otras, peores, lanzándome de un rascacielos y no tener paracaídas que me auxilie. ¡Oh, Karol! Tu recuerdo me mata. Y desfallezco más aún por las veces en que te busqué y no te encontré, no, mejor dicho, te ocultabas de mí.

Y en una ocasión en que regresé del dojo, rumbo a casa, con la bicicleta y con la predecible tesis del maestro repetida mentalmente por mí mismo al pedalear, tantas vences, tras ingresar a mi domicilio y oír más tips de gastronomía que muy locuazmente me decía Rosita; luego de ver a mi tía jato-loco( es decir, dormida) con el cubrecamas por el piso y con una atrevida mosca en pleno aterrizaje hacia la boca de mi tía, iba lento, y calcula, calcula, aterriza, y para colmo mi tía ni cuenta se da, sigue dormidota. La mosquita pasea y se refriega las patitas delanteras. La televisión está encendida y con berrinches impasibles de una telenovela (tele-llorona) mexicana a flor de pantalla. Fui a mi cuartito y escuché unos inoportunos versos de la canción “Castillo Azul”, de Ricardo Montaner. Era la radio de mi vecina del costado, la Gordilla, que tiene la manía de subir el volumen al máximo y al diablo con el vecindario, la que recitaba:

“Porque el amor calienta al sol,
al frío del piso,
al hielo del polo sur…”.

Sería absurdo decirle a mi vecina que estoy con el síndrome del amor extrañado y que aunque me gustó desde antes esa canción, no debo oír cosas como esa canción, y que hágame el favor de apagar el aparatito o cambiar de frecuencia. No, qué va, porque ella diría:

-Y a mí qué me importa su síndrome de no sé qué, enfermo loco.

Es que mi vecina sólo es un “pan de dios” cuando pide autógrafos o fotitos posadas a sus cantantes favoritos. Sólo es benevolente con sus estrellas favoritas de la balada. Y como yo no soy cantante famoso ni tengo ningún Grammy Latino, es fijo que me manda a la “m”. ¿Cómo es, no? A veces parece que todo el mundo lo acorrala a uno. Hasta mi tía vino a preguntarme porqué ya no viene Karol a verme, porqué ya no salgo con ella paseándome por medio mundo, en cada ocasión que sea fecha de celebración, todo es motivo, ¿no? Y Rosita, que tiene tres añitos más que yo, o sea 19,y por ello se jacta de tener más experiencia que yo, sobre todo en casos del bobo, que ella tuvo muchos pretendientes y que su experiencia amatoria me serviría de algo, ¡seguro pues, Royer! Rosita deja de lado, por un momento, la gastronomía y se vuelve en mi terapeuta personal, sentada en una silla alta. Y yo, más hundido que nunca en el sofá de la sala. Ese sofá de terciopelo rojo al que tanto cariño le tomé. Luego en mi adultez terminaría, como hoy en día, ahogando mis penas sobre él. Como un temeroso bebé que luego de ver al cuco se refugia en los cálidos brazos de su madre.

- Muy grave tu síndrome de amor extrañado- me dice.

- Síndrome Karol –la corrijo.
Me recomienda practicar yoga y que lea libritos de autoayuda. “Osho, a ése tipo debes leer”, me dijo.

En el colegio, Luis Porfirio vino hacia mi carpeta, que desde que Karol me dio esa histórica cachetada de amazona herida yo había desplazado hasta un rincón del salón, donde nadie pudiera ver al taciturno viudo escolar en que yo me transformé. Me dijo que Karol estaba enterada de mi catastrófica situación y que ella, tan dulce y bella como es, con su hechizante sonrisa, le entregó un recado íntimo, personalísimo. Una información ultrasecreta.

-Royer: Karol quiere verte y hablar contigo hoy mismo, a las ocho de la noche, y…hummm… dijo que te esperaría en el “nidito de amor” que ya tú sabes…y…oye, ¿dónde queda ese nidito, galán?

Eso me llenó de júbilo.

Karol, aunque un poco lejana está de mí tu luz,
tu blanca sonrisa de princesa
es el agua bendita que corre por mis venas,
pintándolo todo con tus diáfanas manos
-recuerdos, sueños, cuentos, poemas-
con tu bello rostro
en la inmensidad paradisíaca
de mis mil noches pasadas en ti, dulce mía,
palomita mía que pareces venir a mi palomar
para recuperar ese atesorado tiempo
que los lupinos engaños nos robaron una vez,
dentro de la vereda tejida
bajo el choque de nuestros ojos.

Le agradecí la noticia. Literalmente me hizo mucho bien. Pero mantuve el misterio del “nidito”. Pienso en Karol, en las docenas de cartas que le envié, en lo que querrá decirme. Si me perdona, me saqué la lotería; si me rechaza, ¿por cuánto tiempo más sufriré el síndrome Karol? Pero eso de “nidito de amor” exclusivamente lo sabemos los dos, y es más, ese término me transmite un buen presagio. Reposando en mi sofá, espero ansioso a que anochezca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola !!!! AMIOP
Muy lindo lo que escribiste, me doy cuenta que lo que escribes trasmite mucho, tanto una parte de tu vida como sentimientos y emociones, y creo que eso es bueno.
Ojala sigas mejorando cada dia más y más, ok, te lo deseo de corazón amiop.
Dorisita se despide, con un inmenso te cuidas muxo amiop chaiiiiiiiiiiito